Mi máximo sueño siempre fue ser madre y Dios me lo concedió dos veces. Primero de manera natural y después a través de la adopción, el proceso en el que das a luz en el corazón.

Con el tiempo todas las tienen sentido. Pocas personas saben que desde mis doce años de edad, deseé ser madre adoptiva. Por eso cuando me comprometí le pregunté a mi futuro esposo qué pensaba al respecto, su respuesta coincidía con mi deseo y me dio la pauta para continuar con la boda.

A los dos años de habernos casado llegó nuestra primera hija. Año y medio después fue el nacimiento de nuestro pequeño André, quien tenía un problema cardiaco que forzó a una operación. Pese a los esfuerzos médicos, 48 horas después falleció y en ese instante se vinieron los momentos más duros que he vivido, llenos de tristeza, desesperanza y un dolor tan fuerte que a veces me impedía respirar.

Pasamos por un proceso de restauración y sanidad que hoy nos permite recordar a nuestro hijo con alegría, porque sabemos que está en un lugar hermoso.

En diciembre de 2014, mi esposo me inquietó con una pregunta ¿y si adoptamos un niño? Como comprenderán, de manera inmediata le tomé la palabra. Fui al Consejo Nacional de Adopciones a pedir información y en enero iniciamos el proceso de adopción, un tiempo de muchas ilusiones.

En septiembre de 2015 llegó nuestro pequeño a casa. Estábamos nerviosos, emocionados y con muchos sentimientos encontrados, él tenía diez meses, sobresalían sus cachetes y sus dos dientes, pero su expresión era muy seria. Ese mismo día lo llevamos con la pediatra, quien nos informó que tenía fiebre debido a una infección de garganta, oído y estómago.

Los siguientes quince días casi no dormí por las crisis que se manifestaban, pues a media noche despertaba asustado viendo el lugar en el que se encontraba. Mientras tanto, Adriana se adaptaba a ser la hermana mayor que debía compartir juguetes, a sus papis, abuelos y tíos. Mi esposo se preparaba para ser padre de dos y se organizaba para darles atención a cada uno.

En ese período el temor se apoderó de mí, de pronto no me sentía capaz de hacer las cosas correctas con él. ¿Si lo hago mal? ¿Cómo voy a evitar las diferencias entre él y Adriana? ¿Cómo voy a responder a sus preguntas? ¿Cómo le explico que lo adoptamos sin que eso lo aleje? Los siguientes dos años, Moisés requirió cuidados especiales, tenía complicaciones en sus pulmones que requerían constantes nebulizaciones. Fue un tiempo muy difícil, lleno de cansancio, angustia e impotencia que me llevó a dimensionar la capacidad de amar que tenemos cuando un hijo llega así a nuestra vida.

Alguien me preguntó ¿se logra amar a un niño adoptado como se aman a los propios? Sin titubear la respuesta es sí, él es mi hijo, lo amo inmensamente y mi amor no hace diferencia entre mi hija y él. Moisés fue deseado desde mucho antes de nacer. Para ser madre se necesita amor incondicional, porque ese amor todo lo puede y hace que lo imposible sea posible.

Hoy Moisés tiene casi cuatro años, es un niño sano, valiente, atento, servicial, cariñoso, juguetón, intrépido, de carácter firme. Sabe que su familia lo cuida, protege y provee de todo cuanto necesita. Su expresión es la de un niño que se siente amado. Él es una petición concedida y la muestra del cuidado que Dios tiene de cada uno de nuestros deseos.