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La elegante edad del abanico

La elegante edad del abanico

¿Qué punto tiene ocultar los años que tenemos, las libras que tenemos de más o si estamos pasando por la menopausia?

Hace ya varios años, una amiga me invitó a la presentación de la novela que había escrito. Como llegué con suficiente tiempo, elegí un lugar muy visible: el centro de la tercera fila. Me acomodé en el asiento y puse mi cartera en el suelo, a mis pies. El salón tardó poco en llenarse. A mi izquierda quedaron dos señores a los que, después de echarles una ojeada, consideré varios años mayores que yo.

La presentación inició con las palabras y halagos de rigor. Yo escuchaba con atención. Sabía el esfuerzo que mi amiga había hecho para publicar su libro.

De repente, sentí una oleada de calor que empezaba a la altura del pecho. La sensación no me resultó ajena. Sabía lo que se me venía: la cara se me pondría muy roja y, durante unos segundos, todo mi cuerpo sudaría como si me hubiera metido en un baño sauna vestida con ropa de lana.

En vez de disimular lo que me pasaba, respirando rítmicamente y dándome aire suavemente con una mano, me incliné hacia adelante, saqué de la cartera mi abanico de flores rojas y fondo negro, me enderecé, lo abrí con el garbo heredado de mis antepasadas y empecé a abanicarme.

Y aquí es donde empieza la historia…

El hombre que estaba justamente a mi lado me miró de reojo, enarcó las cejas y me lanzó una sonrisa torcida y burlona. Simultáneamente, el otro señor, el que estaba al lado del primero, se inclinó hacia adelante y, mirándome con unos maravillosos ojos verdes, exclamó: «¡Y olé! Me encantan las mujeres auténticas». Por un breve segundo, el que tardé en inclinar la cabeza en un gesto de reconocimiento y cerrar el abanico con el mismo garbo con el que lo había abierto, el hombre de mi izquierda quedó totalmente opacado, invisible, anulado.

Las palabras del buen señor confirmaron lo que yo siempre he sentido: que las mujeres no tenemos por qué disimular lo que nos pasa solo para quedar bien con los hombres, con otras mujeres o con la sociedad en general. ¿Qué punto tiene ocultar los años que tenemos, las libras que tenemos de más o si estamos pasando por la menopausia? Es como si un adolescente pretendiera que nadie se diera cuenta del momento que está viviendo.

Cierto es que, como la adolescencia, la menopausia no es una etapa fácil de la vida. Ya no recuerdo mucho de lo que sentí en aquella primera parte de mi juventud, pero sí puedo decir que cuando me llegó la menopausia, la sensación fue que, con muy pocas señales, mis hormonas se apropiaron de mí y me jugaron —todavía me juegan— bromas que solo ellas encontraban o encuentran divertidas. Los cambios hormonales tomaron el control de mi cuerpo y, en alguna ocasión, también el de mi mente y el de mi alma. Cuando les da por alocarse, me hacen reaccionar y comportarme de formas que, en mi sano juicio, jamás habría siquiera imaginado.

Sin embargo, no todo lo que sucede durante la menopausia es malo. Para empezar, no dura para siempre. Como todo en la vida, llega el momento en que los síntomas pasan y volvemos a ser nosotras mismas… en versión mejorada. Porque no solo sobrevivimos la batalla, también salimos airosas de ella.

Además —y como si no tuviéramos suficientes— la menopausia nos da a las mujeres un tema de conversación que nos ubica en el momento específico que estamos viviendo (no creo que exista una sola mujer que no se haya percatado del proceso que llevan las conversaciones puramente femeninas que van marcando las vidas de las que, como yo, somos esposas y madres: trabajo, hijos, piñatas, maridos, divorcios, bodas, nietos…).

No intentemos esconderlo: oficialmente, la menopausia es un paso más que damos hacia la vejez —esa etapa a la que todos solemos temer—, pero en nosotras está entrar a ella con elegancia, estilo, gracia, garbo y salero.

Y si a un hombre le dan miedo las mujeres auténticas, esas a las que no les importa sacar el abanico, que no se siente a su lado.

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo un blog llamado, naturalmente, La insólita cotidianidad.

Patricia Fernández – who has written posts on Ladrona de frases.


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