Ver a mi hijo postrado en una cama sin poder escuchar, caminar, hablar y ni siquiera comer, me llevó a experimentar cosas inimaginables. El legado de mi pequeño ángel me acompaña todos los días de mi vida.
Conocí a mi esposo cuando apenas tenía nueve años, una década después nos hicimos novios y cinco años más tarde nos casamos. Siempre tuve dos sueños: casarme y graduarme en la universidad. Mi vida siempre fue planificada, tenía un proyecto de vida diseñado para cumplirlo a cabalidad.
El día que nació mi primer hijo, el 27 de septiembre del 2001, se alteró el plan. Me practicaron una cesárea de emergencia porque el bebé se había quedado sin líquido amniótico, después del parto los médicos me explicaron que mi hijo había nacido con síndrome de Down, problemas cardíacos e hipogamaglobulicemia, una enfermedad incurable.
Ese día comencé a sentir cosas inimaginables: dolor, angustia, tristeza, frustración, desesperación, enojo. Mi hijo estaba entre la vida y la muerte así que empecé a vivir en los hospitales, a pasar noches enteras sin dormir porque él se ahogaba y no podía comer por su problema cardiaco. A los 10 meses de nacido tuvo una cirugía a corazón abierto, justo la fecha de mi graduación universitaria con la que había soñado.
El tiempo pasó y seguíamos entre hospitales, clínicas pediatras, exámenes y análisis. A los dos años mi hijo estaba bien y empezó asistir al colegio, pensé que la pesadilla había terminado, pero a los tres años empezó ahogarse, incluso se desmayó en mis brazos varias veces. Que él falleciera en mis brazos era mi temor más grande.
Después de más estudios y exámenes el resultado fue que se requería una cirugía para extraer un líquido en los pulmones. Ese día que entró al quirófano se despidió de mí con un beso y me dijo ¡Jesús me ama! Esa fue la última vez que escuché su voz y disfruté del abrazo más indescriptible que me han dado en toda mi vida.
En la cirugía le dio un paro cardiaco y quedó en estado vegetal. Ahí empezó mi verdadero dolor, ver a mi hijo postrado en una cama sin poder escuchar, caminar, hablar y ni siquiera comer. Siete meses después llegó el día más temido. Fue un 23 de junio, entré a la habitación y sentí que me vio, aunque los médicos decían que estaba ciego, sé que él me vio, pedí permiso para cargarlo porque estaba conectado a muchas máquinas, en mis brazos su respiración cambió, no sabía que estaba muriendo, pero en ese instante sentí la presencia del Espíritu Santo como nunca antes y empecé a darle gracias a Dios por el tiempo que me había dado a mi angelito, por el privilegio de tenerlo en mi vida por casi cuatro años.
Mi Jose Pablo vino para enseñarme a valorar lo que verdaderamente importa, que el amor de una madre es capaz de vencer cualquier obstáculo, que a pesar de estar postrado en un intensivo se puede cantar, que en medio del dolor se puede disfrutar de un helado, que aun en el sufrimiento y la enfermedad se puede ser feliz. Me ayudó a entender que la vida es un regalo, que hay que vivirla y disfrutarla al máximo. Cómo olvidar la lección de amor que me dio el día que vio a un indigente, corrió a abrazarlo y besarlo. Ese ángel me dio cátedra de lo que significa amar.
Comments (1)
Michelle Juárezsays:
septiembre 28, 2018 at 10:10 pmTu historia me anima a dar gracias por tanto…