Basta de menospreciar la maternidad, a través de ella se construyen grandes catedrales, mujeres y hombres de bien… Es tiempo de dignificar esta labor sublime.
Dignificar es hacer que obtenga valor y el respeto debido una persona, actividad o cosa. Hay palabras que podemos relacionar directamente, casi como sinónimos, o como tales, a este verbo, tales como ennoblecer, engrandecer, elevar y enaltecer. ¡Eso merece la maternidad!
Tenemos décadas de estar siendo atacadas, a veces sutilmente, y más recientemente incluso con agresividad, con un mensaje que minusvalora la maternidad, que la mujer se desperdicia y que no puede realizarse dentro del hogar, que la familia restringe, limita y es infecunda para la mujer y para la sociedad. Nada más alejado de la verdad.
Si hay algo trascendente, con la capacidad de combatir los problemas sociales, y de sostener y transformar la sociedad, es la familia: y la madre es uno de sus pilares fundamentales.
Hace muchos años tuve la oportunidad de conmoverme con un video que recogía la grabación de una madre en un monólogo que titularon “Madres invisibles”, hace poco me reencontré con el texto, y estoy convencida que describe esa dignidad de una labor artesanal que ayuda a construir el futuro de un país.
Relataba la experiencia de una madre trabajando dentro de casa, exclusivamente, en un encuentro social donde una amiga, activa en el ambiente laboral, sin hijos, le había hecho un regalo, un libro sobre las más hermosas catedrales del mundo, con una dedicatoria: “Para X, con cariño y profunda admiración, por la grandeza de lo que estás construyendo cuando nadie te ve.”
Descubrió en el libro que esos artistas, arquitectos y constructores trabajaron toda su vida en una obra que nunca verían terminada; hicieron grandes esfuerzos, y nunca esperaron crédito, no lo hicieron por los aplausos, porque no alcanzarían a recibirlos jamás
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Su pasión por el trabajo era alimentada por su fe y por la convicción de que nada escapa a la mirada de Dios: y encontró una enorme similitud con el don de la maternidad, fue como escuchar a Dios hablarle al respecto, susurrando a su oído: “Estás construyendo una gran catedral, aunque ahora no puedes ver en lo que tus esfuerzos se convertirán.” Se comprendió a sí misma como una artista, una arquitecta, artesana y/o constructora.
El autor de ese libro decía que en la actualidad no se construyen este tipo de edificios porque ya no hay personas con ese espíritu de sacrificio, que estén dispuestas a dar su vida en una labor que a lo mejor nunca verán concluida, o ya no se quiere invertir tanto dinero para algo en lo que no se valorarán los pequeños detalles que hacen una gran diferencia.
Nuestra meta debe ser hacer de nuestra familia un hogar lleno de luz y alegría; donde cada hijo se sienta amado, aceptado, afirmado y atendido; donde quieran volver siempre; y donde puedan ser escuchados y acompañados.
Como madres de familia estamos construyendo grandes catedrales, mujeres y hombres de bien, que quieran el bien y lo procuren, para ellos y el prójimo; que sepan amar y sean almas que vayan conociendo el camino que lleva al Cielo, y el por qué y para qué andarlo; que sepan cómo corregir si se desvían, y quieran recorrerlo; y además sean agentes de cambio con aquellos con los que tengan encuentros en lo cotidiano.
La familia es una escuela de vida, y los padres, primeros educadores. En la familia se educan las virtudes, se forja el carácter, se robustece la voluntad, se construye la personalidad, se transmiten las costumbres y tradiciones, y también se aprende a tratar a Dios.
Hace falta valorar ese aporte que hacemos a la humanidad, y, desde allí, hacer vida esas palabras de un sacerdote que admiro mucho, San Josemaría: “Haz lo que debes y está en lo que haces”, porque nuestros hijos necesitan nuestro tiempo de cantidad, no solamente tiempo de calidad. Hay que saber estar, en la única empresa que importa absolutamente: nuestra familia.
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