Los temidos 40… Esa frase hace eco en mi mente desde hace algunas semanas. Al escribir estas palabras estoy a 49 días de mi cuadragésimo soplar de velitas.

Esta vez, si Dios me lo permite, lo celebraré con mi hijo de casi cinco años al lado, mi esposo y mi núcleo familiar. Con más miedos que ilusiones, me preparo para una nueva transición en mi vida que me recuerda la que tuve hace ya 10 años. Desde ese día hasta hoy mi vida cambió.

Debo aclarar que no todo ha sido malo. Disfrutar cada día con Luca, mi hijo único, es de mis mejores regalos. Él, en general se ha vuelto el núcleo alrededor del que giran muchas de mis decisiones, horarios y cambios laborales. Pero todo ha valido la pena. De hecho, mientras me lees, imagínate a Luca tocando melodías random en su piano “ayudándome a que baje la inspiración”. Mi niño zurdo, creativo, inteligente y matemático. Dios fue bueno al entregármelo en las manos.

Y es que al nacer un niño, nace una mamá y con ello, cientos de temores desbloqueados. Cuestionar nuestra identidad, nuestro propósito, nuestro estilo de crianza, sentir que un día ya no estaremos para ellos y la lista es interminable.

Como mencionaba, 10 años han pasado desde que fui diagnosticada con trastorno de ansiedad generalizada. Ansiedad, la palabra de moda, mucho que hablar de ella, pero para qué le damos más espacio del que ya tiene en la actualidad. Esa ansiedad que me induce a querer hacer mil tareas a la vez y luego darme cuenta que solo fundí mi cerebro de todo lo que quería hacer (y no hice). Hacer una pausa, reposar, respirar y retomar fuerzas de nuevo para ahora si hacer las tasks una por una.

Ese doble esfuerzo que nos requiere a las personas ansiosas hacer las cosas es tan difícil de comprender para quienes no lo han vivido. El típico “échale ganas” es parte de mi soundrack diario. “Tranquila, vas a estar bien” me repite mi mente. Ya debería de creerle. Hasta el día de hoy así ha sido. Veo hacia atrás y con miedo y ansiedad, ¡lo he logrado! Soy dichosa, soy bendecida, Dios ha tenido misericordia de mí.

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También estaré bien en mis 40. A pesar que el algoritmo de las redes sociales me juegue una mala pasada y empiece a mostrarme pinceladas de anuncios que hablen desde descontroles hormonales, ejercicios después de los 40, perimenopausia, menopausia (términos que ni los hacía cercanos y que ya casi me tocan a la puerta), todo esto solo me hace notar la urgencia de cambiar mis hábitos.

Quizás hasta mi dieta. Yo sé, “tan rico que es comer”, pero debo entender que aunque todo me es lícito, no  todo me conviene (1 Cor 10:23.) Debo honrar el templo que el Señor me ha dado.

Hacer pausas

Hacer una pausa, reposar, respirar y retomar fuerzas de nuevo.  No me puedo rendir. Quiero ver crecer a mi hijo, deseo tener la energía para jugar con él, anhelo ponerle su birrete de graduación. He aprendido de mi jefe que lo único seguro que tenemos es el cambio, es inevitable, y la resiliencia, la capacidad de responder a él, levantarnos y seguir, es lo único que nos permite avanzar.

No sé qué me deparan los “cuarenta”. Ni siquiera sé que me pasará en el próximo minuto de mi vida, lo que sí sé que si llego a ellos, tendré la dicha de 14,600 días en los que Dios ha cuidado de mí, nunca me ha dejado ni me ha desamparado. Así como estuvo en mi adolescencia, en mis locos veintes, en mis atribulados treintas, Él sigue siendo Dios. Y una vez más confío que mi vida está en Sus manos (“En tu mano están mis tiempos…” Salmo 31:15).