Espero haber aprendido bien mi lección porque, como dije antes, no queda nadie delante de mí. Ahora yo soy la Madre”.
El 22 de abril de este año me quedé sin nadie que me llame hija. Con una diferencia de años que suman dos, los dos se fueron en jueves; los dos, en abril. No partieron de repente. Tanto él como ella nos dieron, a los que nos quedamos, unos días para aceptar que no eran eternos, que no somos eternos.
Lo primero que tendré que aceptar es que muchas rutinas y costumbres cambiarán o pasarán a formar parte de los cientos de recuerdos que uno atesora a lo largo de la vida. Poco a poco, se acabarán los almuerzos de los lunes, los sábados en casa de los abuelos y las tardes de verano que pasamos sentados en la banca del jardín, donde cabíamos cuatro cómodamente y cinco muy apretados. Los que llegábamos tarde, nos acomodábamos en la grama fresca o sacábamos otras sillas.
Formarán parte de nuestro pasado las celebraciones de cumpleaños y Día de la Madre sentados desordenadamente alrededor de la mesa del comedor, comiendo lo que para nosotros eran la mejor tortilla de patata y las mejores croquetas del mundo. Seguirá la tradición del Día de Reyes, que ya habíamos heredado hace algunos años, y nos organizaremos para que la cena de Nochebuena nos mantenga unidos a hermanos y sobrinos.
Se nos acabaron las idas al aeropuerto a dejar o recoger a una madre que pasaba la mitad del año en su tierra porque nunca dejó de extrañarla. Dejaré de anotar en mi agenda las películas y series que me recomendaba y los libros que, según ella, no podía morirme sin haber leído.
Cuando llegue el momento, cerraremos la casa que fue nuestro hogar durante más de cincuenta años. Por ahora, todavía caminamos por ella acariciando libros y muebles. Levantamos objetos, observamos fotos y cuadros, nos sentamos en un sofá o nos acostamos en una cama y miramos, desolados, a nuestro alrededor. A veces en voz alta, y otras en silencio, elegimos un objeto que nos gustaría llevarnos con nosotros, porque sabemos que mirarlo nos recordará un tiempo feliz.
En algún momento, el eco de las habitaciones vacías resonará en nuestras cabezas y corazones. En cada rincón y pasillo de nuestro hogar habrá algo que nos asegurará que, aunque la imperfección fue una de nuestras características más notorias, no por ello dejamos de ser felices.
Muy pronto, el recuerdo de la formalidad de un hogar en el que la comida se servía por la izquierda y el plato se retiraba por la derecha competirá con el de los muñecos de peluche que adornaban los diferentes rincones de la casa y con la fascinación —que tanto avergonzaba a los hijos y divertía a los nietos— por todo lo que brillara o tuviera luces de colores.
Nos hará gracia recordar que el 24 de diciembre los hombres de la casa tenían que vestir de saco y corbata y las mujeres, sobrias y elegantes, pero los regalos se colocaban debajo de un árbol que aceptaba, sin ningún miramiento, cualquier tipo de luces y adornos, y que el Nacimiento tenía, además de las figuritas tradicionales, un osito blanco, de plástico, que llevaba pintado en el pecho el nombre de un medicamento cuyo nombre no recuerdo en este momento.
El 22 de abril del 2021 me quedé sin nadie que me llame hija. Ese día me convertí, definitivamente, en un adulto sin excusas. No queda nadie en la fila de adelante sobre el que me pueda apoyar cuando me sienta frágil o porque no sé cómo hacer frente a una situación. A partir de ahora, tendré que poner en práctica todo lo que mis padres me enseñaron.
Espero haber aprendido bien mi lección porque, como dije antes, no queda nadie delante de mí. Ahora yo soy la Madre. Como tal, tengo la misión de mantener unida a mi prole y de buscar siempre que mi casa sea un hogar. Solo así lograré que los que queden cuando yo me haya ido, tengan recuerdos que los hagan reír.
Para papi y mami, con todo mi amor de hija.
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