A los tres días le practicaron un aspirado de médula ósea con el que le diagnosticaron cáncer en la sangre. Yo tenía 19 años, una hija de dos meses, un hijo con apenas dos años y con cáncer.

Me convertí en madre a los 17 años, mi bebé nació prematuro y debido a un espasmo respiratorio fue hospitalizado sus primeros 9 días de vida, él venía con ganas de vivir. Creció tan sonriente, con sus colochos dorados como el sol, sus ojos caramelo y su piel blanca.

Su primer año fue el mejor año de mi vida. A pesar de mi edad, fui una madre dedicada, amorosa y protectora. Disfruté cada minuto de su respirar, aprendí a tener paciencia, a amar de una forma que no tiene medida, conocí y recibí el amor más puro.

Un día amaneció con diarrea por una infección estomacal, quizás porque todo se lo llevaba a la boca. El doctor dijo que en dos días estaría mejor, sin embargo, empeoró. No dejaba de vomitar, no quería caminar, no sonreía tanto, su color de piel había cambiado; el doctor le diagnosticó anemia severa. Yo me preguntaba cómo si jamás ha padecido de nada.

Fue empeorando hasta que nos internaron en el hospital para que le transfundieran sangre, para ese momento tenía moretes en el cuerpo. A los tres días le practicaron un aspirado de médula ósea con el que le diagnosticaron cáncer en la sangre. Yo tenía 19 años, una hija de dos meses, un hijo con apenas dos años y con cáncer.

Mi corazón estaba destrozado. Sentí cómo literalmente explotaba algo dentro de mí ¡Dios mío no quiero perder a mi hijo! Lo abracé con todo el amor que tenía, lo besé como cuando me lo dieron la primera vez en el hospital. Ese día lo hice reír, cantamos, jugamos carritos, le acaricié sus piecitos y su cabecita hasta que se durmió.

En esta angustia conocí una fundación que nos abrió las puertas y nos dio todo, desde las quimios, hasta la comida. Esos primeros días fueron los más difíciles de mi vida, las inyecciones, las muestras de sangre, forzarlo para tomar pastillas… Sólo podía ver cómo las quimioterapias estaban acabando con mi hijo. Hubo un momento de mi vida que incluso dejé de creer en Dios ¿como podía existir y permitir que un niño tan inocente sufriera tanto? Estaba enojada y molesta, no encontraba ninguna razón para que esto estuviera pasando.

Después de 21 días me dejaron llevarlo a casa y empezó su proceso de recuperación. Le hice creer que el hospital era un lugar donde sólo llegaban niños superhéroes, que la medicina, inyecciones, sueros y todo lo que tomaba era para darle grandes poderes. Su tratamiento fue un viaje muy largo en una montaña rusa donde no sabíamos qué nos esperaba. Matías luchó con uñas y dientes durante 2 años y 6 meses de tratamiento, jamás se dio por vencido. Ahora tiene 9 años, 4 de haberse curado de leucemia ¡ganó esta batalla!

Matías siempre tiene algo que enseñarme, me hace sentir la mamá más afortunada. Todos los días de mi vida le agradezco a Dios por curarlo, por prestármelo más tiempo, por darnos esta victoria y porque jamás nos abandonó.