En un mundo que te dice que la maternidad te limita, yo me atrevo a pensar que ser mamá ha llenado mi vida tres veces más… Ser la mamá de las “trillis” es una gran bendición.
Mi maternidad es un regalo de Dios invaluable; y todo mi ser lo sabe, todos mis pensamientos lo afirman, todas mis emociones lo viven, mis decisiones lo buscan, mi cuerpo lo siente y mis acciones lo priorizan.
No puedo olvidar cómo dejó de gustarme el limón, cuando era mi sabor favorito; y empecé a tomar leche, un litro diario, a pesar de que no me gustaba; mis manos por reflejo cubrían o acariciaban mi vientre y mis pensamientos se perdían en cuidados, temores, sueños, planes y oraciones enfocadas en ellas. Mi embarazo fue la primera alerta que toda mi vida cambiaría, pero no para mal, más bien todo era crecimiento, desde mi abdomen hasta el amor en mi corazón.
Yo era una mujer realizada, próspera, profesional y trabajadora, felizmente casada, con mucho tiempo libre y recursos; pero el sueño de ser madre me acompañó por más de más de 10 años, y lo vi realizado cuando escuché los llantos que me decían: “ya vine mami”. El tocar sus manos por primera vez y encontrarme con sus ojos provocó en mí una de las alegrías más fuertes jamás vividas, pensé que iba a reventar mi pecho, porque el cuerpo no puede con tanta emoción. Ese día ser mamá se convirtió en mi mayor vocación; en un propósito nuevo junto a mi esposo; en mi labor social más productiva; y en el trabajo mejor pagado, con sonrisas y besos de mis preciosas hijas, las trillis como les llamo. ¡Tiempo libre! Ya no mucho, pero cuando lo tengo quiero pasarlo riendo y charlando con mi esposo y con ellas.
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En verdad ha sido y sigue siendo una dicha ser mamá, mi propósito más bello y gratificante. Ver a mis tres hijas crecer y ser testigo de cómo se van convirtiendo en mujeres, es un deleite. Ir descubriendo cada día sus gustos, donde una de ellas decía “yo quiero chocolate”, otra “yo vainilla” y la última “yo de fresa, mami”, allí me percataba que, aunque comparten genes son seres especiales, únicos, individuales, con un propósito específico, y me entraba temor de no hacerlo bien, de no guiarlas como se debe, pero luego venía un pensamiento a mi mente: ¡una banana split! y todas éramos felices, porque hasta yo comía. Siempre que pienso en ellas se dibuja en mí una sonrisa, porque miles de momentos como este han llenado todo mi ser.
Ahora ya tienen 16 años, las tres claro, son trillizas. Pero cada una es tan diferente en todo sentido. Me divierto y disfruto caminar con ellas en el centro comercial o en un viaje de fin de semana; siento que estoy con amigas cuando compartimos secretos, nos reímos de nosotras mismas, miramos libros que un día compraremos y entramos a tiendas a probarnos ropa que no vamos a llevar. Las escucho hablar del futuro, construyendo ya sus sueños de adultas y actuando sobre la visión que les hemos compartido. Una dice que será científica, otra comunicadora y otra va por una carrera humanitaria; ya las discusiones no son por helados, si no por el camino a seguir y las metas a alcanzar. Aún espero ver esas metas realizadas, pero ya imagino su éxito en mi mente y mi corazón vuelve a ensancharse, porque verlas realizadas es una corona para mí.
La sociedad te dice que la maternidad te limita y es un sacrificio, pienso que aunque sí se presenta uno que otro problema, Dios siempre está conmigo y el amor que puso en mí por mis hijas todo lo cubre, lo bueno siempre es más, y al final del día los momentos de alegría y amor nos llenan y confirman que es una dicha ser mamá.
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