
Durante mucho tiempo pensé que mi sensibilidad era una debilidad. Llorar al ver dolor, injusticia o vulnerabilidad me hacía sentir frágil. Sin embargo, mi experiencia como familia de acogimiento temporal me enseñó lo contrario: esa sensibilidad no me paraliza, sino que me impulsa a actuar. Lo que antes veía como fragilidad, hoy lo reconozco como la fuerza que me permitió abrir mi hogar y mi corazón a niños que necesitaban un refugio temporal lleno de amor.
Ser familia sustituta ha sido una de las experiencias más significativas de mi vida. No es un camino sencillo: cada niño que llega trae consigo sonrisas y curiosidad, pero también miedos, heridas y silencios. Adaptarse a sus necesidades, ofrecerles confianza y demostrarles con hechos que no están solos se convierte en un reto diario. Y es ahí donde la sensibilidad se vuelve clave: para notar lo que no siempre se dice con palabras, para reconocer el miedo a la oscuridad, la dificultad para dormir o la ansiedad frente a lo desconocido.
El fruto de sembrar amor
Junto con los desafíos llegan momentos que transforman para siempre. Recuerdo a Angie, una niña que acogimos y que un día, con timidez, me preguntó si podía llamarme mamá. Esa pregunta sencilla fue un regalo inmenso: detrás de sus palabras había confianza, cariño y una necesidad genuina de pertenencia. En ese instante comprendí que nuestro hogar representaba para ella un lugar seguro.
También guardo en mi corazón las risas durante juegos simples, los abrazos inesperados o la primera vez que vimos a una niña dormir tranquila después de muchas noches de pesadillas. Gestos cotidianos que, en el contexto del acogimiento, se convierten en logros enormes que confirman que vale la pena cada sacrificio.
Una escuela para toda la familia
El acogimiento no solo transforma a los niños, también transforma a quienes los reciben. Mi familia ha sido parte esencial de este proceso: con su empatía, solidaridad y generosidad. Descubrimos juntos que no hay edad para dar amor ni para compartir lo que tenemos.
Ser familia de acogimiento temporal nos dio un propósito y nos enseñó a valorar lo sencillo. Aprendimos a agradecer lo que tenemos y a ponerlo al servicio de quienes más lo necesitan.
También puedes leer: Familia de acogimiento temporal: un llamado a través del dolor
Aprender a acompañar y a despedir
Uno de los aprendizajes más profundos ha sido acompañar a los niños en su proceso de duelo. Muchos han vivido abandono, violencia o separación familiar. Ser familia sustituta no significa borrar su pasado, sino ayudarles a integrarlo y darles herramientas para mirar al futuro con esperanza.
Las despedidas son inevitables y duelen. Cada niño que se va deja un vacío, pero también una huella imborrable. He aprendido a ver esas partidas no como pérdidas, sino como semillas: sé que algo de lo vivido en nuestro hogar los acompañará siempre.
Amor que se multiplica
Hoy puedo afirmar con certeza que ser familia de acogimiento temporal me transformó. Descubrí que la sensibilidad no es debilidad, sino fuerza que moviliza. Entendí que el amor no se divide, se multiplica. Y confirmé que cada niño merece una oportunidad de crecer en un ambiente seguro, lleno de cariño y respeto.
Lo que comenzó como un acto de solidaridad se convirtió en una escuela de vida. Ser familia sustituta es un desafío lleno de sacrificios, pero también de recompensas inigualables. Es la certeza de que la verdadera fortaleza no está en endurecerse frente al dolor, sino en dejarse tocar por él y responder con amor.
También puedes leer:Acogimiento familiar
Deja una respuesta