
Soy Enma Bran, madre, abuela y esposa, pero sobre todo, una mujer que aprendió a transformar el dolor en amor. La vida me ha llevado por caminos de pérdida y lágrimas, pero también me mostró que en medio de la tristeza siempre hay una oportunidad de servir y de dar esperanza.
Mi sensibilidad, guiada por la fe, me convenció de que cada niño merece un hogar donde se le abrace, se le cuide y se le recuerde que su vida tiene un valor inmenso. Esta es mi historia como familia de acogimiento temporal, una historia que no comenzó con planes elaborados, sino con lágrimas, pérdidas y preguntas sin respuesta.
El inicio inesperado
En agosto de 2019, durante un servicio en la iglesia, alguien lanzó una pregunta sencilla: “¿Alguien estaría dispuesto a recibir niños en su casa de manera temporal?”
Mi hija mediana me miró con la inocencia que la caracteriza y me dijo: “¿Nos anotamos?”. Ese gesto lleno de pureza nos llevó a levantar la mano. Desde entonces comenzó nuestro proceso de evaluación, aunque durante meses no recibimos respuesta.
En paralelo, llegó una noticia que llenó nuestro corazón: mi hija mayor esperaba una bebé. El 21 de enero de 2020 nació nuestra nietecita, pero nueve días después partió al cielo. Su partida nos dejó un vacío inmenso, una cuna vacía y el dolor reflejado en los ojos de nuestra hija.
Fue en medio de ese luto cuando comprendimos que teníamos todo para cuidar a un bebé y, sobre todo, amor de sobra para dar.
El llamado en medio del dolor
El 14 de febrero de 2020, Día del Amor y la Amistad, recibimos una llamada inesperada: una bebé había sido abandonada en una banqueta. ¿Queríamos recibirla? Entre lágrimas y emoción respondimos que sí. Así comenzó oficialmente nuestra historia como familia de acogimiento temporal.
Desde aquel día, diez niños han pasado por nuestro hogar. Cada uno con una historia distinta: abandono, maltrato, soledad, pero también con una capacidad sorprendente de sonreír en medio de sus heridas.
Alegrías y despedidas
El camino no ha sido fácil. Hemos vivido días de ternura y abrazos que llenan la casa de luz. Pero también despedidas que rompen el corazón. Cada partida duele, no solo en nuestra familia, sino también en amigos e iglesia que se unieron al cuidado de esos pequeños.
Sin embargo, comprendimos que lo más importante no es nuestro dolor, sino el bienestar de los niños. El acogimiento temporal no es un acto egoísta, es un acto de amor que siembra esperanza para toda la vida.
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Del dolor al propósito
Hoy sé que fue el dolor lo que nos llamó a esta misión. Dios transformó nuestras lágrimas en servicio, y nuestra pérdida en propósito. Acoger no es solo abrir la puerta de la casa, es abrir el corazón para que cada niño deje una huella imborrable.
Nuestra actual pequeña, a quien llamamos cariñosamente “nuestra florecita”, es la prueba viva de que el amor puede nacer incluso en medio del sufrimiento.
Una lección de vida
Esta experiencia me enseñó que el amor verdadero no se mide en tiempo, sino en entrega. Que cuando decimos sí a los niños, en realidad decimos sí a la vida, a la esperanza y al propósito que Dios nos regala.
Ser familia de acogimiento temporal ha sido el mayor privilegio de mi vida. Una misión que comenzó en el dolor, pero que floreció en amor eterno.
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