Poca luz iluminaba el sitio, la penumbra silenciosa daba un tono casi triste al momento y al vestíbulo, a pesar de la casa bonita, recientemente remozada. Era domingo, era de noche. Mi marido y yo visitábamos a mi hermana en el hogar de cuidados especiales en donde vive.
Entré a su habitación y la abracé muy fuerte, hacía días que no la veía. Verla ahí, frágil y solita, hizo de nuestro abrazo uno de largo aliento. A veces me pasa eso, se me retuerce su historia por dentro, estalla y provoca una sensación de melancolía imposible de dominar. Largos años de enfermedad la han consumido, la han transmutado, la han convertido en una persona que a veces parece niña y a veces anciana.
Después de saludarla con cariño y cruzar comentarios ligeros, él se sentó y guardó silencio. Observaba nuestro intento por platicar -cada vez es más difícil sostener una conversación- mientras yo arreglaba su cama y le hacía cariñitos. Participaba en la escena con empatía, con compasión, como si adivinara lo que daba vueltas en mi cabeza, como si conversáramos, él y yo, sin cruzar palabra.
Esos momentos de conexión profunda, leves y a la vez esenciales, rozan ligeramente la perfección. Son pulsos de reconocimiento. Alguien que pueda acompañarte en un momento en el que estás con la herida inusualmente abierta, logra grandes diferencias.
No existe en el mundo, ni ha existido en la historia, una persona perfecta. Es una contradicción. Las hay virtuosas, poderosas, fuertes, brillantes, compasivas, leales, extraordinarias en una o más características ¿pero perfectas? Afortunadamente no.
La transformación es inherente a nuestra naturaleza. Somos trabajo en permanente construcción. Un hombre que reconozca su propio proceso y acepte el de los demás, sobre todo el de su pareja, es alguien con quien convivir puede ser una aventura afortunada.
Formar familia al lado de alguien que sepa de sueños y propósitos personales, una persona que te acompañe en tus arranques de entusiasmo, que te anime a crecer y respete tu libertad para hacerlo, es fundamental en la convivencia.
Por el contrario, si tu pareja circunscribe tus acciones y ambiciones a sus intereses personales, a creencias propias, sin tomar en cuenta tu criterio o anhelos, es capaz de destruir una parte vital de tu ser. Y, aunque parezca mentira, suele suceder sin que las personas en la dinámica se den cuenta.
Dicho esto, en medio del caos que supone nuestra entretenida imperfección, un hombre que suma a la calidad de la pareja te acompaña en tus días buenos o malos y, aceptando su vulnerabilidad, te permite acompañarlo en los suyos. Acepta que, en esto de ser humanos, no siempre se tiene la misma opinión, cada cabeza es un universo y se vale.
Las relaciones son geografías impredecibles. Somos seres emocionales capaces de razonar, no entes racionales capaces de sentir. Las emociones, absolutamente imperfectas, construyen lo ejes. Un hombre consciente de esto, capaz de estar en contacto con las propias y de dar espacio a las ajenas, es alguien con quien vale toda la pena construir un proyecto de vida. Sí, es un camino plagado de desencuentros, desacuerdos o dificultades. Pero la vida es valle y acantilado, luz y sombra. También hay gozo y éxtasis, sincronía, camaradería y protección mutua. Convivencia cotidiana que no cambiamos por nada del mundo.
No es sencillo, pero hay posibilidades infinitas de construir algo sólido para ambos.
Alguien que sepa de sueños, alguien que sepa escuchar. Y, cuando la vida lo precisa, alguien que te sepa ver llorar. Una persona que reconozca la parte líquida de nuestra existencia, que fluya a tu lado y permita fluir, tiene buena parta del camino compartido en sus manos. Sabe crear ráfagas intermitentes de perfección. También recibirlas.
Lo demás: lo mundano, lo práctico, los retos, son asuntos que se trabajan en equipo. El secreto es la conexión.
Cuando salimos de la visita, la noche había tomado por completo el final del domingo. En el trayecto hablamos un poco de mi hermana, de su enfermedad y de cómo situaciones como la suya, redefinen la dinámica familiar.
Luego, como si fuera cobija, dejé que un necesario silencio me envolviera. Él lo sintió y me acompañó. De nuevo, como si supiera, porque sabe.
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